sábado, 4 de diciembre de 2010

I: Acerca de fotografías muertas (1)

Aún se encontraba tirada de cualquier manera, cómo una muñeca rota, sobre el frío de la estancia. La música remitió de golpe. Los presentes la observaron preocupados, preguntándose qué le habría pasado.
Su acompañante había reaccionado rápido y llamó a la ambulancia, rogándoles entre sollozos que se dieran prisa.
Sólo unos minutos antes, ella estaba bailando con él, disfrutando tras unos meses de intensivo estudio, se lo estaba pasando bien, necesitaban aquel momento de volver a verse y besarse. Unos segundos más tarde, se desplomó, mientras él había ido a por un poco de agua a la barra. Durante un terrible momento, pensó que estaba muerta. Al acercarse un poco a su rostro, comprobó que seguía respirando, lo que le impulsó a hacer la llamada salvadora.
No tardaron mucho en llegar. La tensión se podía cortar en el ambiente, mientras las luces parpadeantes y rojizas de la ambulancia crispaban un poco más los nervios.
Los celadores entraron, empujando una camilla, comprobaron el pulso de la joven y uno de ellos la cogió en brazos, mientras otro le colocaba un collarín alrededor de la garganta.
La subieron en la camilla. No dejaron entrar al chico, que gritaba su nombre con desesperación mientras la observaba y purgaba por entrar en el vehículo. Ella seguía ajena a todo, con los ojos cerrados, flácida, con el vestido algo levantado y la larga melena formando una aureola que enmarcaba su delgado y pálido rostro.

La joven abrió los ojos lentamente, parpadeando a causa de la claridad. Le dolía mucho la cabeza y sentía el cuerpo magullado. Se incorporó un poco, intentando acomodarse en la dura camilla y examinó la habitación totalmente blanca. A su derecha descubrió una silla, con toda su ropa y su bolso, puestos de cualquier manera sobre ella.
Se levantó, ignorando las punzadas de dolor y ordenó la ropa, colocándola perfectamente sobre el respaldo.
Era muy meticulosa, y lo sabía, pulcra en todos sus actos, amante de los detalles y detallistas y de la perfección. Pensaba que todo tenía un lugar en el mundo y que, por lo tanto, todo debía estar siempre ordenado, para dar a su vida ese aire de equilibrio.
Una enfermera de aspecto afable penetró en la habitación con cuidado, asomando su sonrojado rostro antes de entrar. Su olor a perfume barato inundó la habitación, haciendo que a la chica le picara la nariz.
-Hola- saludó sonriendo, cruzando las manos sobre el regazo.
-Buenos días- contestó la enfermera, situándose frente a ella-. Creí que seguías dormida.
-Acabo de levantarme- informó la joven- ¿Qué me ha pasado?
-Te desmayaste ayer- explicó la mujer- Parecías haber comido muy poco, pero no fue nada grave.
-Me ha pasado muchas veces- dijo con indiferencia, era algo a lo que se había habituado.
-Debes seguir una dieta sana, comer más, así remitirán los desmayos- la enfermera la miró preocupada- ¿Comes bien?
-Pues claro- exclamó la chica, molesta ante la pregunta. Luego se encogió de hombros- ¿Cuándo me darán el alta?
- Tus padres vienen de camino- respondió la mujer- Vístete y baja a comer algo, te sentará bien.
-Gracias- musitó, justo cuando la puerta volvía a abrirse una segunda vez. Tras ella apareció un doctor, de aspecto frágil y envejecido rostro.
-¿Irina Carter?- inquirió, mirándola por encima de sus gafas de montura dorada.
-Soy yo- respondió ella, levantándose solícita.
-La esperan abajo- informó el médico, saliendo de la habitación con andar cansino. La enfermera se despidió de ella y lo siguió, dejando a la chica en su intimidad.

Minutos después, Irina bajaba las escaleras de mármol hasta la entrada del hospital. La enfermera había dicho “sus padres” y eso la había confundido y molestado al darse cuenta de la situación. Su padre había venido con ella. Con aquella zorra, que pretendía ser su madre. Ella sólo tenía una, y seguía con ella aunque nadie pudiese verla. La joven se encontró con un padre sonriente, agarrando de la cintura a su nueva mujer, con la que compartir su nueva vida.
Irina se preguntó por qué su padre no parecía nostálgico, ni triste, como si ya se hubiera olvidado del amor de su vida, hasta que, literalmente, la muerte los separó.
Debería estar destrozado, igual que ella, que día tras día se obligaba a llorar por su madre, a aferrarse a su recuerdo y a sus instantáneas, que ella tenía guardadas como tesoros. Esas fotos que ella tomó cuando le compraron la cámara ansiada, esas fotos que nunca podrán ser tomadas de nuevo.
-¿Cómo estás, tesoro?- preguntó su padre, abrazándola. Ella se dejó querer.
-Bien, papá- respondió secamente, reacia a mostrar más frente a su nueva madre.
-Estábamos muy preocupados por ti- comentó Melisse, con fingida tristeza. Irina la miró amenazante, incitándola a cerrar la boca.
-¿Quieres desayunar algo?- inquirió su padre, cogiendo a Melisse de la mano- ¿Tú qué opinas, Mel?
-Encantada- dijo felizmente- tengo mucha hambre.
-Yo ya he desayunado- mintió Irina- salgamos de este sitio- imploró.
A pesar de los esfuerzos de la joven de persuadir a su padre de que la dejara quedarse en casa, tuvo que obedecer a regañadientes y pedir al menos un vaso de agua, mientras purgaba por no apoyarse demasiado en la sucia mesa de madera del bar dónde Melisse había decidido desayunar, arrastrando a los demás componentes de la familia tras ella.
Ellos habían iniciado una agradable conversación, que se hacía pesada para la chica que, tras pedir permiso, salió a la calle, esperando que el aire fresco de la mañana le despejase los sentidos.
Respiró hondo. Cómo le gustaría que su madre estuviese allí. Ella pondría orden al desastre bonachón de su padre y mandaría a la inquilina indeseada muy lejos de aquí. Irina jamás olvidaría el fatídico día, cuando tras llegar tarde a casa una noche, la encontró sin vida en el sofá, aferrada a una botella de ron y una caja de pastillas. En ese momento, se había negado a sí misma esa realidad, arrodillándose junto a ella e implorándole perdón por haber llegado tarde. Tal vez algún día dejaría de reprochárselo y empezaría a vivir de nuevo.
Un movimiento fuera de lo común alertó a la chica, que dejó la mente en blanco por un minuto y miró molesta lo que había interrumpido su momento íntimo. Un enorme lobo negro, de ojos cristalinos cruzaba la calle con indiferencia, y al parecer, los transeúntes no repararon en su presencia.
El animal se paró a escasos metros de ella, analizándola fijamente. Ella no se movió, asustada. Tal vez le atacara o se marchara con el mismo desinterés y pasotismo con el que había aparecido. Pero sólo pasó por delante, rozándole la pierna y, en un parpadeo de la joven, se desvaneció en la niebla que comenzaba a bajar

viernes, 3 de diciembre de 2010

Prólogo. "1996"

El silencio se alojaba en cada rincón de aquella árida tierra desprovista de vida, tan sólo pertubado por el furioso viento que ululaba tras las ramas desnudas de los árboles. La noche se acercaba, trayendo consigo los miedos y el recuerdo de los pasados más oscuros, mientras el crepúsculo se consumía en el cielo sangrante.
Las uñas del animal repiqueteaban contra el suelo pedroso. Tenía las patas cansadas y el estómago vacío, tras varios días de huída sin descanso.
Agotado, el lobo se dejó caer, respirando anhelante, luchando por tener aire puro con que llenar sus pulmones, aunque sólo recibió polvo y olor a muerte con cada bocanada.
Tenía que seguir con vida hasta que lograra escapar de allí y no le importara cómo tuviera qué hacerlo. Pero la esperanza había decidido abandonarlo mucho tiempo atrás y aún quedaba un largo camino que recorrer.
Se levantó pesaroso, optando por continuar. Tal vez faltaba menos de lo que creía o quizás nunca llegara a su ansiado destino, y acabaría como el resto de su manada.
La lucha había sido larga y tortuosa, hasta que finalmente sólo el adversario quedó de pie. Él sólo pudo con toda la manada, acabando con sus vidas, transformándo el paisaje en un río de sangre.
Sólo él sobrevivió al enemigo y aún se cuestionaba el haber huido en su defensa propia, sin atender las necesidades del clan y tomándoselo como un acto de cobardía.
Pero por más que se lo reprochara, era demasiado tarde y peligroso volver la vista atrás. La amenaza era inminente y casi podía sentirla pisándole los talones.
Continuó trotando en dirección recta, arañándose las patas con las escas plantas resecas, únicos atisbos de vida de aquella ciudad sin nombre.
Un riudo fuera de lugar lo alertó, erizando el pelaje de su lomo e irguiendo las orejas. Comenzó a correr, tratando de escapar del miedo. Su corazón latía con fuerza, queriendo salírsele del pecho, la respiración se volvía difícil y entrecortada, jadeante.
Se topó con una casita de madera, colocada frente a la nada, en medio de ningún sitio. No había tiempo para preguntas, tan sólo para rápidas reacciones, por lo que rodeó la estancia, ya envejecida y con los tablones podridos e hizo ademán de seguir.
Una sombra alargada sobre el suelo le hizo retroceder. Tendría que volver atrás. Pero la figura se movió y tras ella apareció la amenaza. El lobo quedó paralizado, presa del pánico. Sólo pudo gruñirle con odio a su enemigo, aquel chico de cabellos negros y ojos dorados como el oro.
Los labios de éste se curvaron en una sonrisa torcida y maléfica.
- Ya era hora- dijo sin borrar la sonrisa de su rostro-, llevo mucho tiempo buscándote.
El lobo retrocedió unos pasos. El joven se arrodilló junto a él y se miró las manos, vestidas con unos guantes negros sin dedos, de cuero.
- Mira, no hay sangre- comentó enseñándoselas al lobo- No he derramado ni una gota de sangre de tu manada. Sólo he cogido lo necesario para vivir. Sus almas. Y ahora están dentro de mí, así que yo soy tu manada, tu única familia.
El animal apartó la mirada y gimió, nervioso y nostálgico, expectante a su propia muerte.
- No temas- lo tranquilizó el chico, acariciándole las orejas- ya tengo lo que necesito, tú sólo serás mi peón en esta divertida partida de ajedrez.
Acto seguido, apartó el ala de su gabardina oscura y asió una navaja escondida en su cinturón. El lobo se tumbó, sumiso. Era tarde para luchar.
El joven acercó la hoja afilada, destelleante ante el amanecer y lo apuñaló con fuerza. El animal no se quejó, tan sólo dejó que la sangre fluyera y cayera al suelo, formando un charco oscuro. La vida le abandonaba, cada pulsación era más débil, cada latido más anhelante.
Exhaló su último aliento, clavando sus ojos en los del chico, ambarinos y llenos de excitación.
- Renacerás- susurró el joven- Serás el mensajero de la muerte que todos temen. Y da gracias a tu manada por hacerme inmortal.